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Cocodrilo de otras aguas

Nadie se libra jamás de esta tierra cancerígena. Ni siquiera los niños que, influenciados por sus padres, aceptan ciegamente su destino. Nací en la tierra de la caña, junto al incontenible Río de las mariposas. Una chabola de palos mal amarrados, que temblaba con el estruendo de la muerte de los relámpagos en la sierra, fue el Universo mis primeros meses. Aún no cumplía un año cuando sobrevino La Gran Inundación de la Cuenca. El apacible despliegue de diamantes nocturnos en la superficie del agua del río se transformó de pronto en violentos remolinos que engullían cerdos, vacas y animales de corral. Mis padres subieron las hamacas casi hasta tocar las hojas de palma del techo, ausentes de las llamadas a evacuación. ¿A dónde hubiéramos ido? Las lluvias pasaron pero el río tardó semanas en descender. Una noche, debajo de las hamacas se estacionó un cuerpo inflado. Mis padres lo alumbraron con el quinqué. Tenía la piel de las luciérnagas azules, casi transparente, los ojos fuera de las órbitas, sus ropas de campesino estaban hechas jirones y no llevaba zapatos. Intentaron sacarlo sigilosamente de la casa empujándolo con la percha y el murmullo hipnótico del agua fue interrumpido por un leve chacualeo. Esa noche vieron por primera vez al gran cocodrilo venido de otras aguas.

El cocodrilo devoró el cadáver lentamente, no tenía prisa, miles de hectáreas inundadas lo habían provisto de alimento y tenía tiempo de sobra. Comenzó cercenándole los dedos de los pies, uno por uno, él inventó el manicure francés. Fue comiéndole con delicatesen sus piernas, hasta que por fin una mordida reventó el vientre del ahogado, el aire putrefacto que llenaba su abdomen eran los efluvios de un pasado sin futuro en esta tierra. Me observó mientras se quitaba de entre los dientes los retazos de piel y los huesos triturados del ahogado, utilizando sus garras como mondadientes. Esas noches aprendió lo que es la Paciencia. En las alturas, envuelto en los hilos de mi hamaca parecía un fresco pollo en una red, y él se debió sentir como un niño en el supermercado al que un vidrio lo separa del suculento dulce.

Soportamos la pestilente muerte que se impregnó, ¡por siempre!, en el jacal, un olor que echó raíces y que el lugar no perdería incluso después de ser derrumbado. Aún después de muchos años mi padre aseguraba que la casa de tabique y mortero, pese al emplastecido y la pintura, seguía oliendo a muerto.

El río comenzó a bajar y sólo quedó una poza de poca profundidad junto a la casa. El óxido acuoso de la charca fue decantándose y ganando gradualmente su color verde lamoso que tendría hasta que las retroexcavadoras, después de generaciones, lo taparan. Atrás quedó La Gran Inundación y el río adquirió un nuevo cauce. Nuestro hogar, antes con acceso al agua, quedó alejado de donde se construiría el nuevo embarcadero con postes de palma. El dolor húmedo se fue junto con cientos de cadáveres flotando río abajo. Todo se fue, menos el cocodrilo que quedó varado junto a la casa y que jamás se quiso ir.

Mi padre regresó al campo, a sembrar caña. Los pantalones ennegrecidos y los pies descalzos. Mis hermanos mayores en cuanto tuvieron edad para levantar un machete, dejaron de azotar a la mula en el trapiche y también se fueron al campo. Yo crecí viendo el río a la distancia y azuzando al cocodrilo. Le daba de comer cualquier cosa. Me divertía engañarlo. Le lanzaba basura y retazos de cuero viejo embarrados con sangre de pollo. Él se comía todo sin aprecio, practicando la paciencia: ¡Ya caerás!

Algunas noches me entretenía metiendo los pies en el agua espumosa, chapoteaba y dejaba que se acercara el par de ojos brillosos que reflejaban la luz de las estrellas. Un duelo interminable entre la paciencia y el ocio. Justo antes de que lanzara su portentosa mordida, sacaba los pies del agua. Me reía a carcajadas y le tiraba piedras.

El Gobierno dispuso construir una escuela primaria en Tuxtilla y mi padre me dijo que tenía que ir. Tú y tu hermanita deben estudiar, para que tengan un futuro distinto al de tus hermanos y al mío. Aún recuerdo la escuela, con el piso fangoso en tiempo de lluvias y el polvo más fino del mundo en verano. Recuerdo mi primer uniforme y el olor del grafito de mis lápices. Recuerdo las caminatas de dos horas diarias para ir y venir. Recuerdo a mi hermanita caminando detrás de mí pidiendo ¡Espérame! ¡Espérame! Recuerdo aquél día que no hubo clases, y a mi madre saliendo de la cocina que me dijo: Ahora vuelvo, voy a llevarle la comida a tu papá y tus hermanos, cuida a la niña.

Ese día me fui de la casa con una culpa más grande que La Gran Inundación, una culpa correosa y nervuda que se convirtió en mi segunda piel. Habíamos estado jugando alrededor de la poza y yo le dije a mi hermanita: A que no te atreves a meter los pies, ¡mira! ¡Mira cómo los meto! Ella lloraba tras de mí, pidiéndome que los sacara. Busqué los ojos verdes del cocodrilo entre la basura flotante. El animal sacó completamente el cuerpo del agua y me brincó. Yo podría haber sido un gigante del tamaño del árbol de mango más grande del paisaje y el resultado hubiera sido el mismo. Mis padres volvieron esa tarde y ya no estaba yo, sólo quedaba el cocodrilo, cruzado de piernas, sonriente y muy quitado de la pena quitándose los restos de mi hermana de los dientes.

Es de noche y estoy escribiendo en mi vieja máquina Olivetti. Me hice una vida distinta y hasta terminé la escuela. Mi hijo de cuatro años baja las escaleras y se sienta en mi regazo. Déjame trabajar, le digo. Él no me hace caso y comienza a golpear teclas

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¡Déjame trabajar! Insisto.

- ¡No! Yo soy papá y trabajo -me dice con inocencia.

Soy su mayor influencia y, para él, el ser padre es escribir día y noche. Sonrío y lo dejo despedazar mi escrito.

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Mientras él teclea yo recuerdo a mi padre, lo imagino dormido para ir mañana, como siempre, al cañal; es tiempo de zafra y cualquier día de estos le prenderá fuego al monte. Recuerdo a mi hermanita aunque a ella la recuerdo siempre. Recuerdo al cocodrilo que aún debe estar esperándome. Veo las pequeñas manos de mi niño golpear indiscriminadamente la máquina y un terror antiguo emerge de entre las teclas. Retiro bruscamente a mi hijo y con el movimiento lo tiro al piso. Él no sabe qué pensar, pero yo veo al nítido cocodrilo que se regodea sobre la Olivetti. El muy maldito ya está viejo y sus ojos cenagosos han perdido brillo, usa lentes tornasol y sus garras ya no tienen filo, me ha seguido desde aquél día y se me aparece cada que me siento medianamente feliz. La felicidad es un duende escurridizo. Sé que tengo que regresar y hacer las paces con mi familia; con mi padre y mis hermanos; con los fuegos fatuos que deambulan por la tumba de madre y de mi hermana; con el río que se sigue desbordando pero que no quiere llevarse al cocodrilo. Vivo demasiado lejos, pero nunca hay un lugar lo suficientemente lejos, y lo que es peor: tengo la sensación que ni aun muriendo, seré libre de esa tierra cancerígena que, junto con el cocodrilo, tienen más de treinta años saboreándome a la distancia.

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