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Ella, la de sus recuerdos

 

ella cruzó el umbral de la puerta automática del Superama y Él notó al instante que había cambiado mucho. La alcanzó en la zona de las carnes frías, la tomó del brazo y cuando volteó le dijo hola. ella no dudó ni un momento, lo reconoció al instante y muy sonriente dijo - -. Manchas de paño habían oscurecido el rostro que difería del que Él había guardado en su memoria por casi veinticinco años desde que Ella lo había mandado a volar en la cafetería de ese mismo súper. Estoy tomando un café en la entrada, dijo Él, si terminas pronto y tienes tiempo me gustaría invitarte uno para ponernos al día. ella hizo un gesto conocido para Él y le dijo - -. Ok, ok, dijo Él, ya sabes que eso de invitarte un café es un decir, no es literal, si no tomas café es lo de menos, te invito un té, un agua, o lo que sea.

 

Volvió a su asiento, retrasó los últimos sorbos de su americano y quitó lo menos posible la vista de las cajas registradoras esperando verla volver. Después de un tiempo ella apareció en la caja tres y Él, desde su lugar, pudo constatar que ese trasero ya no era el de Ella. Ni esa cintura. Ni esa espalda. Ni esos senos. Su figura entera difería de la que Él había materializado en sus recuerdos por años, sobre todo cuando se sentaba en el piso resbaloso y mojado del baño de su casa mientras el agua que salía de la regadera se perlaba con los rayos del sol que se colaban por la ventanilla abierta. Eso lo había hecho varias veces por semana durante los últimos cinco lustros: después de lavarse el cabello y enjabonarse el cuerpo, se acuclillaba para masturbarse recordando las ocasiones que en la juventud le besaba los muslos firmes, le chupaba los senos duros, le mordisqueaba los pezones, los encuentros vouyeristas en el carro, las escapadas al cuarto de servicio donde le hacía el amor sin desvestirla.

 

Ella terminó de pagar y cargando las bolsas de las compras se acercó pesadamente a la mesa del café. Desde la caja registradora hasta que llegó a la mesa, mantuvo una sonrisa sincera y una mirada acuosa.

Cuando te vi entrar al súper, le dijo Él, te vi exactamente igual a como hace… ¿cuántos?… ¿veinticinco años?

― - dijo ella.

― Pues yo te veo igual, no has cambiado nada. Estás igual o más hermosa.

 

Continuaron platicando de banalidades entremezcladas de silencios incómodos, durante los cuales Él se esforzaba por encontrarla a Ella en ese rostro, en el que era fácil descubrir arrugas extendiéndose a partir de la comisura de los ojos. En un momento dado de la plática le tomó sus manos. ella se las quitó de encima suavemente y se levantó para ir a la barra donde le pidió un café a la dependiente. - - le dijo ella cuando volvió y agregó la explicación que Él sintió innecesaria - -. No tienes por qué disculparte, un proceso de divorcio siempre es complicado y no es mi intención causarte problemas, sólo me dejé llevar.

 

Esa noche Él estuvo inquieto en su cama pensando en Ella. Se dirigió al baño, abrió la regadera y bajo el chorro tibio cerró los ojos y recordó la vez que le hizo el amor en las escaleras de su casa. Revivió el momento: el suelo frío, un vestido rojo con bolitas blancas de una tela muy delgada, los calzones de Ella se hicieron líquidos en sus manos, Él se desabrochó el pantalón y bajó sus ropas sólo lo necesario, mucha premura, una penetración tras otra; le volvió el dolor en las piernas lastimadas por los bordes de los peldaños; le besó el cuello y cuando le iba a acariciar el rostro la vio debajo de Él con la cara pañosa. Bajó la velocidad a los jaloneos y terminó por inercia.

 

Días después se volvió a abrir la puerta automática del Superama. Él se levantó de su asiento y fue a su encuentro, no esperó a que se alejara a la zona de las carnes frías, extendió los brazos y antes de que le plantara un beso en la mejilla ella le dijo - -. Él sonrió y le dijo que estaba bien, que la esperaría. Se sentó a hojear una Revista Squire y la esperó. Hoy te ves distinta, le dijo cuando volvió, algo te has hecho. Ella le dijo - -. Pues si tus embarazos te dejaron un poco de paño, créeme que esa crema de la que me hablas es maravillosa, te juro que parece que tuvieras un cutis como de treinta, cuando nos vimos aquí la última vez aún se te notaba el paño, aunque no mucho, claro.

 

Él le preguntó sobre el proceso de su divorcio y ella - -. Antes de terminar el café le tomó las manos y esta vez ella no las retiró. Después de un rato salieron y se encaminaron al auto. Sentados, Él inclinó el cuerpo y con la punta de los dedos le movió un mechón, le descubrió la oreja y acarició su lóbulo, ella entreabrió los labios y se estremeció, Él le acarició el cuero cabelludo con sus dedos largos y recorrió sus facciones con el pulgar, despacio, suavemente, la tomó del cuello y la acercó hacia Él, la besó sin prisas, como la había besado los últimos veinticinco años en la ducha mientras se masturbaba, la había tenido para sí cuantas veces había querido, de las formas que había deseado, no había furia, no había contención desbordada, era la continuidad de un sueño en el que había estado en caída libre aprendiendo a moverse sin gravedad, sabía que era suya, que había sido suya y que seguiría siendo suya a pesar de que algún movimiento brusco interrumpiera ese beso. Comenzó a acariciarla, primero el rostro, los hombros y luego introdujo la mano por el escote de la blusa y la deslizó por el holgado espacio entre su piel y el sujetador; le sacó el seno flácido y le besó el agrietado pezón. ella lo detuvo y le dijo - -.

 

Él comprendió que a ella no le pareciera hacer eso en el estacionamiento del Superama. La acompañó a su camioneta y se fue a su casa. En la regadera se acarició reviviendo la ocasión cuando se salieron de una fiesta de la escuela para hacer el amor en el carro. Recordó el olor del Valiant Acapulco del ‘77 en el que esa noche le metió la mano por debajo de su falda y palpó nuevamente la firmeza de sus nalgas y la tersura de su piel, evocó la lucha por desabotonarle la blusa y las risillas de Ella mientras Él le bajaba las bragas; no era necesario que ese paraje desierto estuviera iluminado para que Él visualizara cada centímetro cuadrado de su piel lozana, el agua caliente que se escurría entre sus piernas comenzó a ponerse fría, Él continuó masturbándose a mano cambiada y con la mano diestra reguló la temperatura, se sentó nuevamente en el asiento de tela del Acapulco y le volvió a meter las manos bajo la falda y Ella se subió en Él restregando su vagina juvenil intacta, movimientos rítmicos que lo pusieron al borde de la eyaculación, comenzó a desabotonarle la blusa y Ella ya no protestó, continuaba restregando su cuerpo sobre su pene, uno a uno los botones fueron cediendo paso a la piel y el sujetador quedó al aire libre, el agua se había puesto nuevamente fría, Él estaba a punto de venirse, con dedos inexpertos desenganchó el brasier, y sobre él cayeron liberados un par de senos flácidos, largos, flacos, que se enredaban alrededor de su cuello a cada nuevo movimiento de Ella sobre Él. Su interruptor se accionó. La erección grado cuatro bajó patéticamente a una flacidez grado menos veinte. Cerró la llave del agua que ya estaba violentamente fría.

 

 

Otra vez se abrió la puerta automática del Superama y Él la vio acercarse con un donaire que no había notado antes. Se veía más joven. Nuevamente se tomaron un café y Él constató que la crema contra el paño en realidad servía. Se subieron al auto y Él besó su limpio y juvenil rostro. Arrancó y se encaminó hacia un motel y ella no dijo nada. Ya en la habitación le quitó la blusa y dos senos firmes y hermosos de colegiala se irguieron ante sus ojos. Le iba a quitar la falda pero antes preguntó ¿Segura que te vas a divorciar? Ella le dijo - -. Entonces Él le quitó la falta y le bajó el calzón, una mata enorme y mal cuidada resguardaba su sexo, pero aun así se lo chupó sin importarle el olor acre y terroso, le acarició las nalgas celulíticas y le besó cada milímetro lineal de las arácnidas várices de sus piernas. Después abandonó esa ruinosa zona y volvió a los senos firmes y al rostro de seda, a perderse en esa sonrisa sincera y en sus ojos acuosos. Jamás vuelvas con él -le pidió- por favor, divórciate lo más pronto posible, quiero tenerte así hoy, mañana y siempre. ¿Aún me amas, verdad? Dime que nunca has dejado de amarme, dime que serás mi novia y mi esposa, que me visitarás en la oficina vestida sólo con una gabardina negra y en ropa interior, como en las películas, que serás mi puta y yo te juro que seré también tu puto, que todo lo que me des yo te daré. Le besó por veintitrés minutos exactos cada uno de sus senos firmes y le dio mil besos a cada mejilla reluciente, y para demostrarle cuánto la amaba pese a que le produjo arcadas, volvió a besarle el coño maloliente y las piernas frías.

 

Terminaron y Él le preguntó: ¿Nos vemos mañana? ella le dijo - -. No hay problema, esperaré el tiempo que sea necesario.

 

Esa espera le resultó espantosa. En el baño de su casa trataba de masturbarse pensando en Ella, pero cada vez que evocaba las incontables escenas de sexo de veinticinco años atrás se le aparecían una cara pañosa, unos senos largos y caídos, una vagina ácida y gigantescos huecos de celulitis en las piernas. Se conformó pensando que en unos días abandonaría por siempre a la del Superama en el baño de su casa y que en su cama la tendría por siempre a Ella, la de sus recuerdos.

 

Días después, cuando por fin se abrió nuevamente la puerta automática del súper, Ella entró convertida en una Lolita. Se sentó en la barra del café y comenzó a hojear una Revista Vogue. él se levantó del asiento de su mesa y fue a sentarse junto a Ella. él le preguntó - -. Ella volteó a verlo y le escudriñó el rostro buscando a alguien. Perdón, no te vi, dijo Ella. Le quiso dar un beso y Ella lo esquivó, hizo una mueca y después de un silencio incómodo canceló el café que había ordenado.

 

La misma escena de veinticinco años atrás. Ella lo estaba mandando a volar nuevamente. él exigió - -, pero Ella sólo le dio un beso en la mejilla y por única explicación le dijo: porque no eres el de mis recuerdos. Salió del café, cruzó la puerta automática y se subió a su camioneta; él quiso ir tras Ella pero la puerta automática lo ubicó ingrávido y no se abrió. Se observó por un largo momento en el reflejo del vidrio y vio al tipo que después de veinticinco años aún seguía dejando caer el agua caliente perlada por el Sol sobre su cuerpo. Con una sonrisa seca y los ojos vacíos, volvió a su asiento. Le dio un sorbo a su café pero éste ya estaba frío.

Serie Encerrados en el aire. Manuel Peralta.

Pequeño relato del Tigre

 

De toda la primada el Tigre había sido siempre el más tranquilo. Era retraído y veía en cada una de nuestras bromas, insultos vejatorios que correspondía con mordidas y patadas. Así era el Tigre antes de ser el Tigre, mote que se ganó a pulso cuando aprovechó que todos los primos fuimos rechazados por Allison.

 

La familia había reservado el ala izquierda de un hotel del Puerto de Veracruz para la clásica reunión destinada a reunir una vez al año a los desbalagados por el país. Allison, de cabellos rubios y ojos verdes, no era de la familia. Eso se descubría con la facilidad que se encuentra un arroz entre frijoles. Estaba allí por invitación de una prima y la vimos por primera vez mientras zampábamos al Tigre en la alberca y nos divertíamos quitándole el bañador para dejarlo encuerado. Aún sin salir del agua pactamos la apuesta: el que se la ligara se quedaría con la polla… todos le entramos, menos el Tigre, quien nos recriminó y nos dijo “Achos, no sean así”.

 

En esa competencia desleal había algunos con ventajas significativas, y yo no las traía todas conmigo. Había otros más experimentados, menos introvertidos o de mayor edad. Los dos primos mayores, preparatorianos, se dejaron caer en estampida sobre Allison. Después de unos minutos entendieron que se estorbaban y en una ida al sanitario de la niña echaron un salomónico disparejo para ver quién comenzaba el asedio.

 

El que ganó, el mayor de todos, con una piña colada en una mano se recostó en un camastro vecino a Allison, puso su mejor cara de Robert Pattison e hilvanó un monólogo fluido. Ella jamás se quitó las gafas y en un momento de sosiego de la plática del primo le dijo “I'm sorry, I don't speak spanish”, y soltó una risita que le dolió tanto al Pattison jarocho que se levantó hecho una furia, se metió a la alberca y nos dijo a todos los que en bolita veíamos su desgracia que la tipa era una gringuita pendeja. La segunda risita burlona fue la de nuestra prima quien nos dijo que por supuesto que su amiga hablaba español.

 

Esa información más que arredrar nuestras intenciones confirmó la bravura del toro y exaltó la valentía de otro par de primos que inmediatamente disputaron el honor de entrar al coso.

 

El segundo fue olímpicamente bateado en la barra de las ensaladas del buffet nocturno. El siguiente no convenció al respetable con sus llamativas verónicas en la pista de baile. Pinche chamaca, ha de ser lesbiana, nos dijo el bailador cuando regresó sudoroso y derrotado.

 

Quisiera decirle que gané la apuesta. Quisiera decirle que mis poesías lograron conquistar su corazón sajón. Pero mi inglés no era tan bueno ni su español tan profundo. Mi embestida se sumó a la pesada lista de derrotas y sólo por saberme acompañado en mi ridículo no me fui a dormir temprano.

 

Allison bailó con todos los que se lo pidieron, hasta con dos o tres tíos pasados de copas. Su sonrisa era distante como distante se me hacía ya el dinero que había depositado. La única ilusión que me quedaba era esperar que la miríada de primos fracasara en sus intentos y así recuperar mi dinero.

 

Las horas pasaron y la arena se fue llenando de sangre con una cuenta de primos que se incrementó exponencialmente. Cada quien se tragó su pena y el resto de la velada lo ocupamos en perder el tiempo. Seguí a los mayores a la zona del estacionamiento, le robamos humo a unos cigarrillos, le di unos cuantos llegues a mi primera cuba mientras ellos platicaban de sus fajes escolares y yo sonreí como baboso e inventé un par de encuentros.

 

Al aire libre, sentados en la cajuela abierta de un carro, nos sentimos grandes, tan grandes que olvidamos el descalabro y continuamos con las bromas a costa de Allison. Que no nos merecía, que no nos la ligamos nomás por hueva, que qué pinche flojera esa güera desabrida.

 

Poco a poco fuimos recobrando la confianza que habíamos dejado regada en la zona de la alberca, en la barra del buffet, en la pista de baile, en la salida del baño, en la terraza del salón donde a la luz de la luna un desencuentro idiomático puso en riesgo todo mi aguinaldo. Se acabaron las cubas, se terminaron los cigarros, el salón quedó en silencio y vacío.

 

Por la mañana notamos que Allison estaba distinta. Sonreía pero su sonrisa ya no era distante, el verde de sus pupilas tenía una profundidad contagiosa. La vimos andar de aquí para allá saludando gente, despidiéndose efusivamente, y su mirada no estuvo tranquila hasta que se posó en el Tigre. Corrió a sus brazos y le plantó un beso, y él, tocando apenas sus labios volteó hacia la alberca donde estábamos y nos lanzó una mirada con la que nos dijo “fíjense pendejos”.

 

¿Qué hizo para ligársela? No lo sé ni lo supo nadie. La prima estaba igual de sorprendida. Nos dijo que las dos se habían ido a dormir y que no había visto en qué momento había pasado todo.

 

Allison se subió al auto que la llevaría de vuelta al DeFe. Sus rubios cabellos abandonaron el hotel. El Tigre se unió a nosotros en la alberca. Lo volvimos a encuerar en el agua, pero ya era el Tigre.

Jack Frost

 

Una noche, después de un largo y agotador fin de semana en que acampé con mi familia en las faldas del Cofre de Perote, mientras veía en la televisión la película El origen de los Guardianes, me dieron ganas de llorar. Mi hija adolescente había tenido más que suficiente de su dosis de convivencia familiar y se había escapado al piso inferior a ver una de esas películas que encuentro demasiado sosas. Mi hijo de cuatro años por fin se había dormido y sobre su rostro se reflejaba el cansancio de subir y bajar, correr y brincar por la montaña. Habíamos comenzado a ver esa película para que él se entretuviera y nos dejara, a mi esposa y a mí, acomodar nuestros pensamientos.

 

Yo veía la película a ratos pues ya había comenzado a trabajar en la actualización de la página de internet donde laboro, así que al principio no capté bien la trama, sólo entendí que a Jack Frost nadie lo pelaba, los niños no creían en él y eso lo tenía triste. Al final, Jack Frost fue el héroe de la película y le ganó la batalla al Coco, quien quería destruir a los Guardianes (Santa Claus, el Hada de los Dientes, el Conejo de Pascua y Sandman).

 

No sé por qué me dieron ganas de llorar, pero creo que fue porque esto de convertirse en padre conlleva demasiado. Cuando estábamos al pie de la montaña durmiendo en una preciosa cabaña, lo menos que hice por la noche fue descansar. Me dolía la espalda de tanto cargar, encender la leña y asar la carne, de cargar a mi hijo y hasta de recoger la basura par que los perros no hicieran un desastre en la madrugada. Una vez acostado fui notando cómo uno a uno fue cayendo a mi alrededor, mientras que yo no dejaba de cuidar las brasas de la chimenea, no quería que el frío nos congelara. El dolor de espalda continuaba cada vez más fuerte y me la pasaba observando la ventana que habíamos dejado semiabierta temiendo que en cualquier momento algún tipo armado asomara su inhumano rostro. Alrededor de las cuatro de la madrugada el fuego se extinguió y estaba tan cansado y adolorido que por fin me di la vuelta y pensé que si alguien llegaba armado con una AK-47 o con un revólver sencillo, de todas formas no podría yo hacer nada. Me venció el sueño y dormité por ratos. Quería ver el amanecer pero cuando abrí los ojos ya eran casi las ocho de la mañana. Todos despertamos y comenzamos a meter las cosas al auto, me tomé un Tramadol y el dolor disminuyó un poco.

 

De regreso, mientras bajábamos la montaña, todos venían felices por esa visión de nubes de algodón que reptaban a la distancia; por ese frío increíble que quema el rostro y que hizo el milagro de acurrucarnos muy juntitos; por esa carne asada que se enfría antes de llegar a la boca; y por ese dormir cansados a la luz de una vela y el tenue resplandor de las brasas en la chimenea. Rápidamente fuimos perdiendo altura y en veinte minutos ya estábamos a 2,600 metros sobre el nivel del mar. Volteé a ver a mi esposa que venía radiante y feliz. Por el retrovisor vi a mis hijos. Mi hija movía de lado a lado su teléfono celular esperando encontrar señal y a mi hijo aún no se le secaban las lágrimas… no se quería regresar. El dolor de espalda había disminuido pero me seguía matando. Creo que fui el único que se preocupó por una posible muerte por intoxicación de dióxido de carbono; el único que se imaginó un posible asalto violento de una célula delincuencial; el único que a las cuatro de la madrugada se dio cuenta que las brasas se habían apagado y que eso junto con la ventana abierta presagiaban una silenciosa muerte por congelamiento.

 

Esa noche, viendo El Origen de los Guardianes me sentí Jack Frost y se me hizo un nudo en la garganta. Todo un fin de semana de diversión y mi hija adolescente ya se había hartado de mi convivencia WiFi-less; mi hijo había llorado amargamente cuando lo desenraicé de la tierra pues quería seguir caminando hasta alcanzar las nubes que corrían a la distancia, cientos de metros por debajo de nosotros; mi esposa seguramente compartió algunas de mis precauciones y tuvo otras de las que yo ni me enteré. Jack Frost pone el frío en la Tierra, la nieve y el aire gélido, y los niños juegan con trineos y bolas de nieve, pero nadie se detiene a pensar en Jack.

 

Ahora mi hijo duerme tieso como un madero de montaña, y mi esposa ve Diseños de cabañas en el internet. Mientras bajábamos de Perote discutíamos la posibilidad de comprar un terreno y construir nuestra propia cabaña. Yo tengo mis dudas. Sé que el dinero que le metamos será dinero enterrado. Jamás la podré vender; pero el recordar a mi hijo corriendo en pijama entre el pasto, tirado a media montaña porque no se quería regresar; a mi hija adolescente sonriente después de haber aceptado que hay vida después del teléfono celular, sentada en una silla plegable junto y nosotros y chapeada; y a mi esposa durmiendo en la litera inferior abrazando a mi hijo para que no pasara frío; son imágenes que compensan cualquier riesgo (hipotermia, intoxicación, visita de un comando armado, perros pandilleros, mi dolor de espalda).

 

Vimos la película hasta el final pese a que mi hijo sólo la vio unos quince minutos. Cuando Jack Frost fue ungido como un Guardián y las letras comenzaron a subir en la pantalla, dejé de lado la computadora y la actualización. Acosté a mi hijo y me senté junto a mi esposa. Vimos algunas cabañas que por ahora están fuera de nuestro alcance, vaya, ni siquiera un terreno está a mi alcance. Mañana iré al banco y, quien sabe, tal vez con algo de suerte me autorizan un préstamo y Jack Frost se pueda comprar un cachito de montaña.

¡Cuéntamelo todo!

 

Gregorio Chávez sabía que su puesto de Jefe del Departamento de Salud era sólo el nombre, su función principal en el Gobierno era ser un informante. Su encomienda no era digna de elogios, pero la consideraba necesaria para la gobernabilidad del Estado. Su labor era sencilla, estar atento de lo que pasara alrededor, acudir a los cafés para escuchar las pláticas de los comensales, a los mítines para ubicar posibles inconformes y, finalmente, llevar toda esa información lo más fresca posible al Gobernador.

 

Se había ganado el derecho de picaporte desde que informó que el Juez Cancela estuvo a punto de encarcelar a un primo del Secretario de Gobierno por una venganza pasional, lo que dio el tiempo suficiente para que se negociara con el juez ofreciéndole una Magistratura y que enviaran al primo fuera del país una temporada. Chávez tenía forma de enterarse de esos asuntos, toda la información le llegaba puntual y precisa pues contaba con lo que él consideraba su ejército personal de Chavecitos.

 

Se ufanaba incluso de tener los borradores de los discursos y por tanto sabía informar a tiempo cuando alguien pretendía lanzar improperios contra el sistema frente a la multitud. Esa seguridad en su información hizo que se sintiera incómodo en el mitin en que estaba. Había estado paseándose disimuladamente entre la multitud, fotografiando mentalmente las caras y las expresiones, había reconocido entre la multitud a dos diputados, un líder ganadero y varios empresarios que no deberían estar allí. El orador había roto relaciones con el Gobernador y esos personajes supuestamente eran amigos del Número Uno.

 

Don Pedro Martínez, en la palestra, emocionado, alzaba la voz y movía los brazos al compás de las críticas. Palabras duras y llenas de desafío que hicieron que Chávez olvidara la misión que llevaba y dejara de tomar nota mental de los asistentes que, eufóricos y llenos de esa libertad pasajera que infunden las multitudes, llenaban la plaza municipal.

 

Yo veo un Estado lleno de pobreza -se quejaba el orador-, yo veo un Estado marginado y en la ignorancia total del mal manejo de los dineros del pueblo –decía alzando la voz mientras de entre el griterío sobresalía un ¡Viva Don Pedro Martínez! que hacía renacer el rencor callado de los asistentes quienes hicieron segunda con vivas, vivas y más vivas-, yo veo un Estado preso de la manipulación política y ya es hora de terminar con ese abuso...

 

No se quedó hasta el final, inmediatamente se fue a Palacio. Todo lo que Don Pedro dijo se lo transmitió al señor Gobernador.

 

-Y varios de los que se dicen sus amigos, señor, no hacían más que aplaudir. Incluso llegué a escuchar a uno que dijo que a este sexenio ya se lo había llevado la chingada.

 

- ¿A quién Chávez? ¡Dímelo carajo!- manoteó el Gobernador levantándose de su escritorio con la cara enrojecida, respirando profundo y sin poder controlar su ira- Dímelo todo, quiero los nombres de esos jijos de su pinche madre traidores que durante cinco años mamaron la leche de esta vaca y ahora me quieren ver la cara de pendejo. Siéntate Chávez y dímelo todo, ese pinche Pedro piensa que puede venir a joderme a mí con sus discursitos, no me conoce.

 

Chávez sale de Palacio con su encomienda bien trazada. Le corresponde activar la cacería instruida por el Gobernador. A Chávez le toca ahora buscar en los archivos, descubrir los pecados, los amarres, las reuniones, las licitaciones mal hechas, las licitaciones bien hechas que se pueden enrarecer, las amantes, las puterías, las reuniones juveniles, la familia, los amigos, los deslices de palabra y hasta de pensamiento. Para eso está, para recopilarlo y archivarlo todo. Chávez y los cientos de Chávez que están incrustados en el gobierno vigilan, cuidan, disimulan, jamás olvidan y todo lo guardan. Todos los Chávez son retentivos, no desairan ningún tipo de información, no olvidan rostros y cincelan las palabras en piedra para nunca hacerlas perdidizas.

 

En su último mitin previo a las elecciones Don Pedro Martínez siente que ya los tiene, que la multitud está entregada y en su dimensión atesora la ilusión de que todos vinieron voluntariamente. Eso le da valor y se atreve a continuar con su yo veo esto y yo veo aquello. Su discurso siente que ha despertado conciencias y que ha avivado el ánimo. Lo siente él y lo siente Chávez, quien había reunido los archivos, las grabaciones y expedientes necesarios donde se sustentaba todo: las infidelidades, los atracos, los fraudes, las fiestas, todo lo que Gobernador le había pedido, pero también todo lo que Don Pedro necesitaba del Gobernador.

 

Concluido el mitin Chávez entra al privado de Don Pedro con toda la información perfectamente acomodada en su mente. Don Pedro le sonríe, lo invita a sentarse extendiéndole el brazo señalando una silla y dice: Ven Chávez, cuéntamelo todo.

Imagen de la portada del libro "Los detectivas salvajes", de Roberto Bolaño (uno de mis libros favoritos)

El pensamiento viaja en metro

 

Bajo del vagón y, sin voltear, percibo la mirada del niño sonriendo en brazos de su madre.

Mi ruta es sencilla. Todos los días de clase abordo el Metro en la estación Tlatelolco y realizo un viaje de treinta minutos hasta bajarme en Miguel Ángel de Quevedo. La cantidad de personas que viajan conmigo está en función de la hora. Si me toca clase de siete casi siempre puedo ir sentado, pero si tomo clase de ocho seguro voy de pie.

 

Bajo las escaleras que me llevarán al tren y camino más despacio para dejar pasar a una chava. Voy detrás de ella hasta que la división para hombres y mujeres me impide seguir adivinando la ropa interior que guarda bajo su pantalón.

 

Como pudimos, tres tipos y yo nos subimos al vagón. Me escurro entre la gente y me apropio de un espacio con vista a la sección de mujeres. De vagón a vagón cruzo miradas con la muchacha a la que le vi el trasero. Ella me sonríe con discreción, y yo le devuelvo la sonrisa aunque pienso que si supiera las cochinadas que estaría dispuesto a hacerle, seguramente no me sonreiría.

 

Observo a mi alrededor y me pregunto cuántos vendrán pensando en cosas igual de lujuriosas, cuántos en preocupaciones económicas, cuántos en desencuentros amorosos. Ante tal diversidad de pensamientos, quisiera poder asomarme a la mente de los demás, sentir lo que sienten, pensar lo que piensan y desear lo que desean.

 

El movimiento del Metro me mueve hacia delante y hacia atrás. La gente me aprieta y respira cerca del oído. Deseo saber qué está pensando un muchacho con un lunar rojo en la nariz o cuál será el futuro del niño que en brazos de su madre no me quita la vista de encima, que me sonríe, y que me hace pensar que él sí sabe lo que yo estoy pensando.

 

La mirada del niño me anima a pensar que si cabe la posibilidad de que él pueda leerme la mente, tal vez yo también pueda hacerlo. Comienzo mi experimento con un ciego que vende chicles. Lo observo y me pregunto cuál será su ganancia si vende cajas con chicles por un peso, cuando en cualquier tienda valdrían dos. Trato de encontrar su mirada, pero sus ojos vacíos se dirigen al techo, viendo sin ver. No puedo saber lo que piensa. Él es ciego y tal vez la clave sea el contacto visual.

 

Se abren las puertas, salen unos cuantos pero entran aún más desafiando la capacidad del vagón, apretándonos cada vez más, hasta llegar al punto de tener que pararme sobre un pie.

 

Miro fijamente al muchacho del lunar rojo en la nariz. Me esquiva la mirada, pero ante mi insistencia me observa con mirada desafiante. Por si las dudas, checo que mi cartera esté donde debe estar porque entre tanta gente es muy común que donde deba haber, luego ya no hay.

 

Casi puedo sentir cómo los pensamientos viajan entre la densa atmósfera de las horas pico, que penetro la muralla de su frente para saber que aún no le dan la compensación que le prometieron desde hace dos meses. ¡Carajo! Mi vista se escurre hacia el gigantesco lunar rojo que le devora la nariz. Así que de viajes del pensamiento entre la atmósfera, penetrar murallas, conocer de compensaciones, o simplemente acerca de su vida íntima... ¡nada!

 

Las puertas se vuelven a abrir, y el aire no tan viciado del andén es incapaz de superar el aire caliente que dentro del vagón se vuelve cada vez más denso. Comencé a sudar un par de estaciones atrás, y aunque trato de ignorar el sudor que baja por mis axilas para no distraerme, sí me desconcentra un poco la desesperante cercanía de un tipo que aprieta su tremendo volumen estomacal contra mi espalda.

 

Observo ahora a un joven sin lunares rojos que distraigan mi mirada. Lo analizo discretamente para no espantarlo. Su rasurado, el corte del cabello, el cuello de su camisa; todo luce bien, tiene un aspecto pulcro. Lo veo a los ojos y me doy cuenta que él también me observa amigablemente.

 

Me hundo en la oscuridad de sus ojos y espero que mis pensamientos comiencen a flotar hacia él. No bien habían llegado mis pensamientos a su frente cuando antes llegan los suyos acompañados de un par de guiños y besitos malintencionados. Ahora soy yo el que no puede sostener la mirada.

 

Me pandeo y me regaño. ¡Soy un estúpido! Lo único que he conseguido es un par de besitos, unos cuantos guiños, la cercanía de un gordo gigantesco y el sudor bajando por mis axilas.

 

Miro a mi alrededor y entre las caras cansadas me doy cuenta que el bebé sigue observándome desde los brazos de su madre. Ella se desabotona la blusa y le ofrece su redondo y cálido seno, y el bebé se lo lleva a la boca sin dejar de mirarme. Lo miro a los ojos y el vagón, junto con todas las personas, desaparece. Ya nadie me oprime, ni el estómago del vecino me molesta, ni me mandan besos, ni percibo el sudor bajando por mis axilas.

 

Frente a mis ojos aparece un redondeado seno, la mano de un bebé, y descubro que una señora me amamanta y su dulce leche llena mi boca. Alzo la mirada. Un joven que parece sofocado me está mirando, tiene las axilas empapadas y un gordo le entierra el estómago en su espalda. Un instante después desaparece el seno y siento cómo me escurre nuevamente el sudor por las axilas.

 

Las puertas se vuelven a abrir. Bajo sonámbulo, y sin voltear, mientras parte el tren, percibo al niño en brazos de su madre, que seguramente sonriendo me sigue mirando.

Cocodrilo de otras aguas

 

Nadie se libra jamás de esta tierra cancerígena. Ni siquiera los niños que, influenciados por sus padres, aceptan ciegamente su destino. Nací en la tierra de la caña, junto al incontenible Río de las mariposas. Una chabola de palos mal amarrados, que temblaba con el estruendo de la muerte de los relámpagos en la sierra, fue el Universo mis primeros meses. Aún no cumplía un año cuando sobrevino La Gran Inundación de la Cuenca. El apacible despliegue de diamantes nocturnos en la superficie del agua del río se transformó de pronto en violentos remolinos que engullían cerdos, vacas y animales de corral. Mis padres subieron las hamacas casi hasta tocar las hojas de palma del techo, ausentes de las llamadas a evacuación. ¿A dónde hubiéramos ido? Las lluvias pasaron pero el río tardó semanas en descender. Una noche, debajo de las hamacas se estacionó un cuerpo inflado. Mis padres lo alumbraron con el quinqué. Tenía la piel de las luciérnagas azules, casi transparente, los ojos fuera de las órbitas, sus ropas de campesino estaban hechas jirones y no llevaba zapatos. Intentaron sacarlo sigilosamente de la casa empujándolo con la percha y el murmullo hipnótico del agua fue interrumpido por un leve chacualeo. Esa noche vieron por primera vez al gran cocodrilo venido de otras aguas.

 

El cocodrilo devoró el cadáver lentamente, no tenía prisa, miles de hectáreas inundadas lo habían provisto de alimento y tenía tiempo de sobra. Comenzó cercenándole los dedos de los pies, uno por uno, él inventó el manicure francés. Fue comiéndole con delicatesen sus piernas, hasta que por fin una mordida reventó el vientre del ahogado, el aire putrefacto que llenaba su abdomen eran los efluvios de un pasado sin futuro en esta tierra. Me observó mientras se quitaba de entre los dientes los retazos de piel y los huesos triturados del ahogado, utilizando sus garras como mondadientes. Esas noches aprendió lo que es la Paciencia. En las alturas, envuelto en los hilos de mi hamaca parecía un fresco pollo en una red, y él se debió sentir como un niño en el supermercado al que un vidrio lo separa del suculento dulce.

 

Soportamos la pestilente muerte que se impregnó, ¡por siempre!, en el jacal, un olor que echó raíces y que el lugar no perdería incluso después de ser derrumbado. Aún después de muchos años mi padre aseguraba que la casa de tabique y mortero, pese al emplastecido y la pintura, seguía oliendo a muerto.

 

El río comenzó a bajar y sólo quedó una poza de poca profundidad junto a la casa. El óxido acuoso de la charca fue decantándose y ganando gradualmente su color verde lamoso que tendría hasta que las retroexcavadoras, después de generaciones, lo taparan. Atrás quedó La Gran Inundación y el río adquirió un nuevo cauce. Nuestro hogar, antes con acceso al agua, quedó alejado de donde se construiría el nuevo embarcadero con postes de palma. El dolor húmedo se fue junto con cientos de cadáveres flotando río abajo. Todo se fue, menos el cocodrilo que quedó varado junto a la casa y que jamás se quiso ir.

 

Mi padre regresó al campo, a sembrar caña. Los pantalones ennegrecidos y los pies descalzos. Mis hermanos mayores en cuanto tuvieron edad para levantar un machete, dejaron de azotar a la mula en el trapiche y también se fueron al campo. Yo crecí viendo el río a la distancia y azuzando al cocodrilo. Le daba de comer cualquier cosa. Me divertía engañarlo. Le lanzaba basura y retazos de cuero viejo embarrados con sangre de pollo. Él se comía todo sin aprecio, practicando la paciencia: ¡Ya caerás!

 

Algunas noches me entretenía metiendo los pies en el agua espumosa, chapoteaba y dejaba que se acercara el par de ojos brillosos que reflejaban la luz de las estrellas. Un duelo interminable entre la paciencia y el ocio. Justo antes de que lanzara su portentosa mordida, sacaba los pies del agua. Me reía a carcajadas y le tiraba piedras.

 

El Gobierno dispuso construir una escuela primaria en Tuxtilla y mi padre me dijo que tenía que ir. Tú y tu hermanita deben estudiar, para que tengan un futuro distinto al de tus hermanos y al mío. Aún recuerdo la escuela, con el piso fangoso en tiempo de lluvias y el polvo más fino del mundo en verano. Recuerdo mi primer uniforme y el olor del grafito de mis lápices. Recuerdo las caminatas de dos horas diarias para ir y venir. Recuerdo a mi hermanita caminando detrás de mí pidiendo ¡Espérame! ¡Espérame! Recuerdo aquél día que no hubo clases, y a mi madre saliendo de la cocina que me dijo: Ahora vuelvo, voy a llevarle la comida a tu papá y tus hermanos, cuida a la niña.

 

Ese día me fui de la casa con una culpa más grande que La Gran Inundación, una culpa correosa y nervuda que se convirtió en mi segunda piel. Habíamos estado jugando alrededor de la poza y yo le dije a mi hermanita: A que no te atreves a meter los pies, ¡mira! ¡Mira cómo los meto! Ella lloraba tras de mí, pidiéndome que los sacara. Busqué los ojos verdes del cocodrilo entre la basura flotante. El animal sacó completamente el cuerpo del agua y me brincó. Yo podría haber sido un gigante del tamaño del árbol de mango más grande del paisaje y el resultado hubiera sido el mismo. Mis padres volvieron esa tarde y ya no estaba yo, sólo quedaba el cocodrilo, cruzado de piernas, sonriente y muy quitado de la pena quitándose los restos de mi hermana de los dientes.

 

 

Es de noche y estoy escribiendo en mi vieja máquina Olivetti. Me hice una vida distinta y hasta terminé la escuela. Mi hijo de cuatro años baja las escaleras y se sienta en mi regazo. Déjame trabajar, le digo. Él no me hace caso y comienza a golpear teclas

 

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¡Déjame trabajar! Insisto.

- ¡No! Yo soy papá y trabajo -me dice con inocencia.

Soy su mayor influencia y, para él, el ser padre es escribir día y noche. Sonrío y lo dejo despedazar mi escrito.

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|Mientras él teclea yo recuerdo a mi padre, lo imagino dormido para ir mañana, como siempre, al cañal; es tiempo de zafra y cualquier día de estos le prenderá fuego al monte. Recuerdo a mi hermanita aunque a ella la recuerdo siempre. Recuerdo al cocodrilo que aún debe estar esperándome. Veo las pequeñas manos de mi niño golpear indiscriminadamente la máquina y un terror antiguo emerge de entre las teclas. Retiro bruscamente a mi hijo y con el movimiento lo tiro al piso. Él no sabe qué pensar, pero yo veo al nítido cocodrilo que se regodea sobre la Olivetti. El muy maldito ya está viejo y sus ojos cenagosos han perdido brillo, usa lentes tornasol y sus garras ya no tienen filo, me ha seguido desde aquél día y se me aparece cada que me siento medianamente feliz. La felicidad es un duende escurridizo. Sé que tengo que regresar y hacer las paces con mi familia; con mi padre y mis hermanos; con los fuegos fatuos que deambulan por la tumba de madre y de mi hermana; con el río que se sigue desbordando pero que no quiere llevarse al cocodrilo. Vivo demasiado lejos, pero nunca hay un lugar lo suficientemente lejos, y lo que es peor: tengo la sensación que ni aun muriendo, seré libre de esa tierra cancerígena que, junto con el cocodrilo, tienen más de treinta años saboreándome a la distancia.

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